lunes, 23 de abril de 2012

Presentación

Me llamo Greta, Greta Torres, aunque todo el mundo me conoce por Greta Tarongeta desde que tengo uso de razón... Al principio me molestaba un poco, pero ya estoy tan acostumbrada que me encanta oírlo. Nací hace veinte años en Valencia, y años después me mudé al norte de España. Estoy estudiando en la universidad para ser veterinaria. Soy pelirroja y tengo muchísimas pecas, de lejos parezco una mancha de color naranja. De pequeña, mi pelo tenía un tono naranja intenso y por eso comenzaron a llamarme tarongeta (naranjita en valenciano). No recuerdo quién fue el primero en hacerlo, pero estoy segura de que fue mi abuelo paterno, Jaume. Siempre solía ponerle apodos a la gente, se pasaba la vida bromeando y haciéndome rabiar. Soy la 4ª Greta de mi familia. Comparto nombre con mi madre, mi abuela y mi bisabuela. Somos muy originales, qué le vamos a hacer.

Desde los nueve años vivo con mis abuelos maternos en un pueblecito de Lugo. Antes de irme a vivir con ellos, vivía en Valencia con mis padres, pero sucedió algo terrible que cambió mi vida para siempre y tuve que mudarme. Fue un cambio increíble, me costó muchísimo adaptarme, pero poco a poco lo conseguí gracias a la ayuda de mis abuelos. Casa nueva, clima nuevo, colegio nuevo, caras nuevas... Nunca me gustaron los cambios, pero a veces no hay otra solución.
En aquel pueblecito apenas había niños, de hecho, la mayoría de la gente que allí vivía eran ancianos de la edad de mis abuelos o incluso mayores. No tenía a nadie con quien jugar o hablar de cosas de niños. Aunque eso tampoco era un gran problema para mí, ya que me gustaba la soledad. A veces, veía a algún niño que venía a visitar a sus abuelos al pueblo durante la Navidad, pero era muy raro. Sólo veía a niños en el colegio, que estaba a 40 km de allí. Cada mañana, un autobús pasaba a recogerme para llevarme hasta allí. A las dos del mediodía volvía a casa deseando abrazar a mis abuelos y comer los deliciosos platos que me preparaban.
Estuve yendo a ese colegio hasta los doce años. Me fue realmente bien, como de costumbre, buenas notas y comportamiento excelente. Apenas hice amigos, pero en tres años descubrí el placer de la lectura durante las horas muertas que pasaba sola. Los libros fueron mis únicos amigos en ese tiempo.
Después de terminar el colegio, podría haber comenzado mi etapa en el instituto, pero estaba demasiado lejos, así que contactamos con una profesora para que me diese clases en casa. Cada tarde, a la hora de la siesta, venía y me daba clases. Se llamaba Joanne, vivía a tan sólo veinte minutos de allí y me recordaba muchísimo a mi madre. Tenía los ojos verdes como ella, era amable, risueña y en sus ojos podías verte reflejada del brillo que desprendían. Cuando llevábamos un rato dando clases, nos tomábamos un pequeño descanso en el que merendábamos. Cuando hacía frío, mi abuela preparaba té o chocolate caliente acompañado de galletitas o tarta. Todo hecho por ella, ya que adoraba la cocina. Cuando el calor se acercaba, nos preparaba helados, batidos o nos servía un plato con fresas. ¡Me encantan las fresas! Y a Joanne también. Nunca tuve un profesor tan bueno como ella. Aprendí un montón de cosas, memoricé cientos de fechas históricas, nombres de reyes y reinas, la tabla periódica por completo, todo lo que no llegaba a entender de las matemáticas con ella cobró sentido... Lo peor de todo es que nunca llegué a decirle lo mucho que significó en mi vida.



El tiempo pasaba muuuy lentamente en aquel pueblecito. No había demasiadas cosas que hacer por allí. O mejor dicho, era difícil encontrarlas. A veces subía al desván de la casa y me ponía a buscar cosas sin saber qué podía encontrar. Aquel sitio estaba lleno de antigüedades, y eso me encantaba. Cada vez que subía, descubría algún objeto que no había visto antes. Había un par de radios, un gramófono, un tocadiscos, varios vinilos de mi madre, cuadros cubiertos de telarañas, jarrones con preciosas decoraciones, figuras de porcelana, fotos de antepasados... Me encantaba curiosear entre todas esas cosas llenas de historia. A veces, mis abuelos me contaban como llegó a sus manos alguno de esos trastos.
Los fines de semana allí eran como cualquier otro día de la semana. Aburridos sin más. Claro, que si viviese en Valencia, en la ciudad, no creo que mis fines de semana fuesen diferentes. Odiaba las multitudes, los sitios abarrotados de gente, el humo y la música muy alta, por lo que dudo que un sábado noche me plantase en cualquier discoteca. Mi manera de entretenerme era y es muy diferente. Leer, charlar con mis abuelos, descubrir cosas en el desván, explorar por el monte, tomar fotos de la naturaleza, de animales que por allí se escondían, escuchar a los pajarillos cantar, recoger flores, cazar mariposas y luego liberarlas, aprender a cocinar con mi abuela, jugar al ajedrez con mi abuelo, jugar con los gatos que rondaban por la casa, con Rufus, el viejo perro de mis abuelos, escribir, bañarme en el lago que había cerca, plantar cosas en el huerto, observar como las nubes se mueven en el cielo formando figuras... En el fondo había muchas cosas que podía hacer. El problema es que hacerlas sola no es lo mismo que hacerlas acompañada. Todo se disfruta más en compañía... todo, menos la soledad.
Aquí es donde comienza mi historia. Puedes acompañarme, o dejarme sola.